Cefalópodos: Una "familia" muy sabrosa


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Via Casa Ciencias

Por Cristino Álvarez

Académicamente hablando, son mariscos, aunque casi nadie los considera como tales; pero si ‘mariscos’ son los "animales marinos invertebrados, y especialmente los crustáceos y moluscos comestibles", ahí están los cefalópodos, que son moluscos y no sólo comestibles, sino apreciadísimos, sean octópodos, como el pulpo, o decápodos, como los calamares y las sepias o chocos.

‘Cefalópodo’ quiere decir que el animal así clasificado tiene los pies en la cabeza, que es cosa muy distinta a tener la cabeza en los pies y a no tener pies ni cabeza. Son seres a quienes los que nos dedicamos a escribir vemos con simpatía, ya que están naturalmente dotados de tinta y, en muchos casos, de ‘pluma’; la primera es mucho más útil para nosotros que la segunda, ya que entra en algunas de las preparaciones más clásicas, desde los calamares en su tinta a los arroces (o risotti) negros, mientras que la ‘pluma’ es algo que debe desecharse en la cocina de los calamares y sepias, aunque haya cocineros que se empecinen en afirmar que no hay que limpiarlos, y cuya única utilidad, en el caso de la ‘pluma’ de la sepia, es la de ponerla en la jaula del canario para que mantenga en buen estado su pico.

Pulpos, calamares y sepias han dado origen a una amplia y sabrosísima gama de recetas, y se adaptan tanto a fórmulas ya clásicas como a preparaciones de la más neta vanguardia culinaria. De las clásicas, en lo que al pulpo respecta, ninguna como la que llamamos ‘pulpo á feira’, a la que ya hace referencia a finales del XVIII el coruñés Joseph Cornide, que destaca las ferias de la provincia de Orense, en las que, dice, "es apetitoso regalo para arrieros y trajinantes, que le cuecen de nuevo en sus estómagos a base de tragos con los que creen ayudar la digestión". Con todo, el erudito coruñés no era entusiasta, ya que apuntaba que "siempre conserva una especie de tufillo o fiero poco gustoso".

Ya Cornide apunta que la mayor parte del pulpo se consume seco, o cecial, y que es animal que necesita que se ablanden sus carnes a base de darle una paliza; hoy ya no es necesario ese trámite, que se sustituye por el mucho menos fatigoso de la congelación. Le gustase o no a Cornide, en Galicia una feria es menos feria sin pulpeiras despachando raciones y raciones de pulpo en los clásicos platos de madera, aliñados con sal gorda, aceite de oliva y pimentón más o menos picante. Cuando la feria de ganados de Santiago se celebraba en la céntrica robleda de Santa Susana llegó a gozar de privilegios académicos en la cercana Facultad de Ciencias: los jueves, ya se sabía, tocaba pulpo, en vez de clase.

El gallego aprecia por encima de otra fórmula ésta del pulpo ‘á feira’, que gusta de comer pinchando los trozos de pulpo con un palillo, generalmente de dos en dos. Pero hay muchas más fórmulas satisfactorias, como el pulpo a la mugardesa... y recetas foráneas muy agradables, como el pulpo con garbanzos, la ‘nuadeta de pop’... Ahora aparece a veces cortado como un ‘carpaccio’, prensado, aliñado al estilo clásico, y se hacen muy considerables arroces y empanadas. Los catalanes también estiman al pulpo, en especial en estado infantil, cuando se le llama ‘polpet’; hay que aclarar que ese pulpo no es el nuestro, el Octopus vulgaris, sino el Eledone cirrhosa, distinguible, entre otras cosas, porque sus patas presentan una sola fila de ventosas, mientras que el de aguas gallegas tiene dos filas.

El pulpo, animal bastante tímido. lo que no le impide ser un auténtico ‘gourmet’ que gusta de comer cosas como nécoras y, si a mano viene, langostas, ha tenido a lo largo de la historia una injustificadísima leyenda negra; aterradores los describió Julio Verne en ‘Veinte mil leguas de viaje subnarino’ y más todavía, Víctor Hugo en ‘Los trabajadores del mar’; pero que el propio Cornide, coruñés, o sea, de puerto de mar, diga que son ‘temibles’ porque con sus patas “se apoderan de cualquier hombre, trepando por su cuerpo para cercarle la garganta o procurando sumergirlo el el agua hasta sofocarlo...” no es de recibo. O los pulpos de finales del XVIII eran otros pulpos, o Cornide hablaba de oídas, pero de leyendas oídas. Pobres pulpos...

Los calamares son otra cosa, que carece de literatura truculenta, aunque haya ejemplares realmente monstruosos, no comestibles, suponemos. Los calamares, fritos, han sido y son protagonistas de uno de los más sabrosos bocadillos; ellos solos son uno de los aperitivos más consumidos y apreciados. Fritos, bien rebozados, bien empanados, que hay variantes para todos los gustos. Lo que no sabe nadie es por qué a los calamares fritos se les llama ‘a la romana’; en Roma nunca los he visto así, y pasa como con el arroz ‘a la cubana’, perfectamente desconocido en la isla caribeña. Ya que hablamos del arroz, diremos que la combinación de calamares en su tinta con arroz blanco es otra de las fórmulas tradicionales de mayor éxito, plato cuya paternidad reclaman los vascos y en cuya preparación conviene tener en cuenta que la tinta, cruda, es tóxica, problema que desaparece si se cocina debidamente. Otra fórmula muy estimable y estimada es la que pone a los calamares -en este caso se les suele llamar a la vasca, chipirones- encebollados. Con tomate, con arroz, guisados con patatas... la cocina tradicional ha patentado muchas y muy gratificantes recetas para el calamar o chipirón, que tanto monta, por más que hubo un tiempo en el que se llamaba chipirón sólo al calamar pequeño; es incorrecto, ya que ‘txipirón’, en vascuence, equivale a calamar; que los pequeños hayan sido generalmente más apreciados es otra cosa, aunque ahora, en la gran cocina vasca, aparezca frecuentemente el llamado ‘begi aundi’ (ojos grandes), que es un chipirón más bien grandecito. Una advertencia: si van a hacer chipirones del tamaño de un dedo meñique a la plancha, no olviden, además de limpiarlos muy bien por dentro, que han de cocinarlos más bien más que menos; los calamares, poco hechos, resultan muy indigestos.

Cornide decía de los calamares se comen fritos con aceite o manteca y rebozados con harina, “pero son menos indigestos guisados con su misma tinta, aceite, pimienta y agraz (mosto verde, un tanto ácido)”.

El problema del calamar es que tiene una familia muy amplia, en la que todos quieren ser como el cabeza de familia; y así vemos que muchas veces nos dan por calamar otros parientes, caso de lo que los gallegos llamamos ‘choupa’ y en otros sitios ‘pota’ o ‘volador’; la verdad, un guisito de choupas con patatas es una cosa muy rica. Y luego están todos esos cefalópodos chiquitines que por ahí se conocen como ‘puntillitas’, y que pueden pertenecer a otras especies distintas del Loligo vulgaris, que es el calamar-calamar.

Quedan las sepias, nuestros chocos. Son algo así como el ‘Gordito Relleno’ de la familia, por su aspecto globoso. Sepia, jibia, chopo... y aumentativos y diminutivos como jibión, choquito, chopito, sepionet... En Valencia, como en Madrid, como más se preparan es a la plancha, con un buen alioli al lado; pero tanto en Huelva como en Galicia hay excelentes fórmulas propias, de las que habrá que destacar los chocos con habas onubenses y el guiso de chocos en que tan expertos son en Redondela; de todos modos, quizá sea la empanada de choquiños la fórmula reina, empanada que requiere cierto cuidado a la hora de comerla para no ‘ilustrar’ la camisa con esa tinta que debe acabar en la boca del comensal, y no sobre su indumentaria. Ya que hemos dado tanta cancha a Cornide, diremos que alaba esta preparación: “de las xibias pequeñas, llamadas en Galicia chocos, se hacen en los puertos de la Ría de Vigo ciertas empanadas en que se colocan y sazonan con su misma tinta, mereciendo estimación entre las gentes de buen paladar”. Por lo demás, apunta que se come cocida “con aceite, vinagre y salsa de nueces, y guisada con varios condimentos en que entran algunas castañas de las que en Castilla llaman pilongas”. Nunca he probado chocos con castañas.

En fin, que los cefalópodos, definidos científicamente como moluscos con cuerpo sin concha externa y con una serie de brazos musculosos provistos de ventosas, son uno de los más deliciosos regalos que ha hecho y hace el mar a los aficionados al buen comer, a esas ‘gentes de buen paladar’ de las que hablaba Joseph Cornide. Y llevan tiempo así: en el libro ‘De Re Coquinaria’, atribuido al patricio romano contemporáneo de Tiberio Marcus Gavius Apicius, aparecen ya dos recetas para el calamar, cuatro para la sepia (una de ellas, curiosamente, titulada ‘para la salida del baño’) y una más para el pulpo, al que cuece y aliña con pimienta, garum (salsa omnipresente en la cocina romana clásica, procedente de la fermentación en barriles, al sol, de diversos pescados azules, como la caballa) y laser, especia derivada de una planta típica de la Cirenaica, también llamada silphium o laserpicium, de la familia de las Ferulae, que se cotizaba carísima y que, lamentablemente, se ha extinguido... así que no podemos saber a qué sabía el pulpo de Apicius. Pero nos queda el pulpo á feira, los calamares en su tinta o fritos, los chipirones encebollados y la empanada de chocos: casi nada.

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