Desde su origen, hace más de cuatro mil millones años, la Tierra ha sufrido una lenta evolución, aunque en ocasiones los cambios fueron rápidos y sus efectos fulminantes. Las causas de estos cataclismos pueden ser diversas. Con frecuencia se debieron a la disminución de la actividad solar, que al enfriar la superficie terrestre daba lugar a las glaciaciones. Para la mayoría de las especies de entonces las consecuencias de estas catástrofes fueron ser desastrosas, aunque para algunas representó su “
gran oportunidad".
La masiva extinción de especies que sigue a un fenómeno de este tipo hace que la despiadada lucha por la supervivencia ya no sea tal. Disminuye la competencia por el alimento y por el espacio. Comienzan a proliferar las especies mejor adaptadas al nuevo entorno. De sus descendientes, tendrán más probabilidades de éxito aquellos individuos que hereden caracteres que les permitan perfeccionar la adaptación, iniciando un nuevo rumbo en la historia de la vida.
Estos hechos sirven para comprender que la selección natural no tiene planes a largo plazo, no conduce a una perfección progresiva sino que es ciega. Serán los mejor preparados para las condiciones de cada momento los que tengan más posibilidades de sobrevivir. No existe por tanto, ninguna “
naturaleza sabia" detrás de cada ser vivo, y lo que es bueno hoy puede no serlo mañana.
Algo así ocurrió a finales del período Cámbrico, hace más de 500 millones de años. Por entonces habitaban los mares una gran diversidad de invertebrados, entre los que destacaban unos diminutos animales de hasta un par de centímetros, con concha en forma de cono y pie dividido en varias patas. Los amos y señores de los océanos eran unos primitivos artrópodos, los Anomalocáridos, que, en connivencia con los Trilobites, ocupaban los puestos más altos de la cadena alimenticia. Mientras, en tierra firme tan sólo había microorganismos.
Pero se produjo una fuerte glaciación. En el ámbito marino el problema más grave tuvo lugar precisamente cuando las temperaturas ya remitían, provocando el rápido deshielo de grandes volúmenes de agua dulce. La salinidad de los océanos disminuyó lo suficiente como para provocar la extinción de numerosas especies, diezmando muchas otras. Los puestos acaparados por los más voraces depredadores quedaron vacantes, como ya ocurriera en anteriores cataclismos. Esta vez, los mejor adaptados a estas nuevas condiciones iban a ser aquellos moluscos de concha cónica que parecían tener la cabeza en los pies, y a los que el hombre llamó
cefalópodos, del griego Kephale, cabeza, y podos, pie.
A partir de diminutos ancestros como
Plectronoceras los descendientes se fueron diferenciando cada vez más, dando lugar a centenares de nuevas especies. Los registros fósiles de estos cambios constituyen además una excelente prueba de la evolución biológica. En tan sólo quince millones de años –pocos, considerando la escala temporal geológica- los océanos ya eran surcados por una enorme variedad de cefalópodos de concha externa, alguna de las cuales medía más de un metro de largo, estimándose en varios metros la longitud del animal. Estos grandes depredadores, como Endoceras o Cameroceras, eran el vértice de la fauna marina ordovícica. Los representantes del todavía incipiente grupo de los vertebrados, como Arandaspis, se mantenían sometidos al dominio de los grandes nautiloideos. Esta fue, sin duda, la “
edad de los cefalópodos".
Finalmente, el largo reinado tuvo un final tan dramático como su comienzo, con la llegada de una nueva glaciación, más intensa, y que sería la causa de la pérdida del veinticinco por ciento de las especies, entre las que se hallaban muchos de los grandes nautiloideos. Este enfriamiento marcó el final del Ordovícico, hace 440 millones de años, y el comienzo del Silúrico, período en el que se produjo el declive de los cefalópodos, tanto en tamaño como en número de especies.
Más tarde, a finales del Pérmico, hace 230 millones de años, se produjo una nueva catástrofe,
la más grande conocida, cuyas causas todavía son objeto de controversia. Gracias al estudio de los registros fósiles se pudo verificar la extinción de nada menos que el noventa y cinco por ciento de la fauna marina. Por entonces ya había peces, anfibios, plantas terrestres y reptiles, mientras que los dinosaurios y mamíferos aparecerían poco después. Los océanos continuaron dominados por los Ammonites durante mucho tiempo, alcanzando su máximo esplendor en el Jurásico y Cretácico. Llegaron a alcanzar una gran biodiversidad, desde especies que apenas medían unos pocos milímetros hasta otras de proporciones enormes, como Pachydiscus seppenradensis, de tres metros de diámetro.
Hace 65 millones de años, el más famoso de los cataclismos provocó la extinción de los dinosaurios, acabando también con los Ammonites y con muchos otros cefalópodos. Pero hubo un pequeño grupo superviviente, los Coleoideos, del que derivarían las actuales sepias, calamares, pulpos, y las otras setecientas especies vivas… aunque no todas: los Nautilus, con cinco especies y dos géneros, descienden directamente de los cefalópodos nautiloideos del Cámbrico. Sin embargo, considerarlos “
fósiles vivientes" no sería acertado, ya que han sufrido notables adaptaciones que les han ido diferenciando del tipo original. Con todo, mantienen los principales caracteres de sus ancestros, como la concha externa, cuatro branquias, o los noventa tentáculos, cifra que varia según la especie.
Los peces, muy bien adaptados para la natación, llevaban ya millones de años ganando terreno en la competición por los recursos. En los cefalópodos, esta presión selectiva tuvo como consecuencia la gradual desaparición de la concha externa, y la adopción de diseños que facilitasen el desplazamiento activo en el agua.
Hoy en día podemos comprobar el resultado de esta dura competición, por ejemplo, en los calamares, cuyo diseño hidrodinámico roza la perfección. En las sepias persiste el jibión, para flotar, que no es difícil hallar entre los restos de arribazón de nuestras playas. El pulpo, en cambio, ha perdido todo vestigio de la concha y su diseño morfológico se ha adaptado en función de las necesidades de su vida bentónica, en los fondos rocosos y arenosos de la costa.
Con todo, pese a la gran cantidad de estudios realizados, la investigación sobre la evolución de los cefalópodos no ha hecho más que empezar. Al no haber restos fósiles de las partes blandas, ni tampoco de animales enteros que no tuvieran partes duras, el debate sigue abierto.